El Batey en Venta. CUENTO

 

El Batey en Venta


POR JOEL HERASME MELO 


En lo profundo de la región sur, frente al mar Caribe, la gran bahía y la Loma del Curro, se encuentra El Batey, un pueblo conocido por aquellos que alguna vez se habían perdido en sus caminos buscando en tiempos antaño una vida mejor.


Habitado por gente de todas partes, desde pueblos cercanos y lejanos, hasta inmigrantes de diversas naciones, que se habían quedados atrapados en la esperanza de que volviera la bonanza que traía cada zafra.


  El Batey parecía detenido en el tiempo, un lugar donde la vida avanzaba al ritmo de un son nostálgico.


Los días en El Batey eran largos y tranquilos, llenos de historias contadas bajo la sombra de pocos árboles algunos centenarios que habían sobrevivido a la invasión de terrenos por parte de lugareños. 


Los ancianos del lugar recordaban los tiempos en que el pueblo había sido próspero, cuando la zafra de la caña de azúcar traía trabajo y vida a las familias que lo habitaban. Pero con el tiempo, la industria se había transformado, y con ella, la juventud del pueblo. Los jóvenes emigraban en busca de mejores oportunidades, y El Batey se estaba quedando vacío, habitado solo por los recuerdos de su gloria pasada.


Un día, de manera sorpresiva, un letrero apareció en la iglesia del pueblo con un anuncio: "Se vende un pueblo: El Batey". Nadie sabía quién lo había colocado, pero la noticia corrió rápidamente entre los vecinos, expandiéndose entre todos los habitantes, dejando una mezcla de confusión y temor en el aire. 

¿Cómo podía venderse un pueblo? ¿Y quién sería el comprador?. ¿Qué pasará con los que aún vivimos aquí?


La confusión se apoderó de El Batey tan pronto como el anuncio en la pared de la iglesia fue descubierto.  


Los habitantes, acostumbrados a la rutina tranquila del pueblo, se encontraron de repente sumidos en un torbellino de preguntas sin respuesta.


Los más viejos se miraban entre sí, buscando en los rostros de sus vecinos algún indicio de explicación, mientras los más jóvenes, aquellos que aún quedaban intercambiaban susurros nerviosos en las esquinas. 


El mensaje era simple, pero estremecedor: "Se vende un pueblo: El Batey". La incredulidad se mezclaba con el miedo; algunos se negaban a aceptar la realidad, mientras otros empezaban a debatir sobre qué significaba realmente vender un pueblo, preguntándose quién tendría el poder de tomar tal decisión y qué sería de ellos si eso llegara a ocurrir. Las dudas y la inquietud se extendieron rápidamente, llenando el aire del pueblo con una sensación de incertidumbre que no habían experimentado en años.


El primero en hablar del tema fue Don Héctor, el alcalde del pueblo, quien convocó una reunión en el Centro Comunitario. 


Bajo el sol de mediodía, los habitantes se congregaron alrededor de la mesa principal, dentro abarrotaron el Centro Comunitario  y afuera en la calle también estaba totalmente ocupada por los pobladores de los diferentes barrios, la multitud aún se acercaba al “Puente del Ingenio”, todos con expresiones de preocupación y curiosidad. 


Don Héctor un hombre de pelo cano y mirada serena, un médico que gozaba del respeto en la comunidad por sus servicios y solidaridad desde su profesión, entró a la casi improvisada  inmensa concentración popular y, con voz firme, dijo:


—No sabemos quién ha puesto este anuncio ni con qué intención. Pero lo que sí sabemos es que El Batey no es solo un conjunto de casas y calles. Es nuestra historia, nuestra memoria. No puede venderse como si fuera una mercancía.


Pero, para sorpresa de todos, Doña Juana, una de las matriarcas del pueblo, alzó la mano. Su voz, aunque quebrada por los años, resonó clara y decidida.


—Don Héctor, el pueblo se está muriendo. Cada día somos menos, y quienes nos quedamos aquí ya no tenemos la fuerza para levantarlo. Tal vez, venderlo sea la única forma de darle una nueva vida, de que no caiga en el olvido.


Las palabras de Doña Juana calaron hondo. El Batey había sido su hogar por generaciones, pero la realidad era innegable: el pueblo estaba al borde de convertirse en una sombra de lo que fue. Sin embargo, la idea de venderlo se sentía como una traición a sus raíces.


Rafael, con una sobriedad que mostraba sabiduría, tomó las palabras inmediatamente: —No podemos vender lo que somos —dijo, con una voz firme a pesar de su edad—. Si vendemos el pueblo, vendemos nuestra historia, nuestras raíces. ¿Qué quedará de nosotros?.


Lo dijo por la experiencia, como muchos lo que recibieron de liquidación luego del Estado arrendar el ingenio, no fue lo suficiente para al menos retirarse con dignidad,  levantó un ventorillo de verduras y frutas frente a su casa desde entonces hasta entrado los casi 80 años de vida.


Todos sabían que el pueblo ya no era lo que solía ser. La vida en El Batey se había vuelto una carga pesada y la idea de venderlo para encontrar una salida, por absurda que pareciera, comenzaba a sonar como una posibilidad real.


Esa noche, los habitantes del pueblo no durmieron. Cada uno reflexionaba sobre lo que significaría vender El Batey. Al amanecer, cuando el sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte del mar Caribe, el sonido de un motor interrumpió la quietud. Un carro negro, lujoso y fuera de lugar en aquel entorno, se detuvo frente a la iglesia en la esquina de la calle novena, en el barrio Los Blocks. Allí desde temprano muchos se estaban aglomerando, quizás esperando alguna noticia del párroco sobre el tema.


De él bajó un hombre joven, bien vestido, con una sonrisa que parecía prometer el mundo.


—Buenos días, soy Diego Álvarez, representante de la empresa interesada en comprar este lugar —anunció con voz cálida—. Hemos visto el potencial de El Batey y queremos convertirlo en un destino económico y turístico, preservando su esencia, pero abriéndolo al mundo.


El silencio fue total. Nadie sabía qué decir. La propuesta era tentadora, pero también aterradora. ¿Qué significaba realmente "preservar la esencia" del pueblo? ¿Sería El Batey reducido a una postal para turistas, despojado de su auténtico carácter?


Durante semanas, la discusión sobre la venta de El Batey fue el tema central de todas las conversaciones. Diego no se marchó, sino que permaneció en el pueblo, conociendo a sus habitantes, escuchando sus historias y prometiendo que su empresa valoraba la historia y la cultura del lugar.


Poco a poco, algunos comenzaron a ceder, seducidos por la promesa de un futuro mejor. Tal vez, después de todo, vender el pueblo era la única manera de salvarlo del olvido. Otros, sin embargo, se resistían, temiendo que una vez vendido, El Batey dejaría de ser su hogar para convertirse en algo irreconocible.


Esa tarde mientras caminaba por la calle central, Don Héctor se encontró con Doña Juana. La señora estaba sentada en un banco de madera pegada a la pared de la casa de la familia de Don Marino y Doña Francia frente al Estadio de Softbol local.


—Juana —dijo Don Héctor, sentándose a su lado—, ¿crees que hacemos lo correcto?  Vender el pueblo... no lo sé. Siento que traiciono todo lo que hemos sido.


Doña Juana suspiró, observando los transeúntes en el pueblo.


—Héctor, he vivido aquí toda mi vida. Crecí en este pueblo, y ahora lo veo morir. No es fácil, pero tal vez venderlo sea la única forma de que nuestras historias sigan viviendo, aunque sea de una forma diferente.


El alcalde asintió, sabiendo que, al final, la decisión no era solo suya, sino de todo el pueblo. Surgiendo la idea de realizar una votacion para que el pueblo decida.


Inesperadamente legó el día de la votación. Aquella que el alcalde había convocado públicamente tiempos atrás. Bajo el techo deteriorado del Centro Comunitario, los habitantes de El Batey se reunieron una vez más. La atmósfera estaba cargada de emoción, de dudas, de sentimientos encontrados. 


Diego Álvarez  el representante de la empresa, se mantuvo a un lado, observando en silencio, consciente del destino de la importancia de la votación. Algunos decían que “quizás” su permanencia allí daría cierta colaboración a los que aún estaban en dudas sobre que decisión tomar, aquellos que podían inclinar la balanza en las votaciones.


Don Héctor tomó la palabra.


—Hoy decidiremos el futuro de nuestro pueblo. Cada uno de ustedes tiene en sus manos una boleta. Escriban "sí" si quieren vender El Batey, y "no" si desean que permanezca como está.


Por la urna fue pasando uno a uno con boletas de mano en mano, y cada habitante depositó su voto con un nudo en la garganta. Cuando el último papel fue colocado en la urna, Don Héctor la tomó y comenzó a contar los votos, con las manos temblorosas.


El silencio era tan profundo que se podía escuchar el latido de los corazones. Finalmente, Don Héctor levantó la vista y, con voz temblorosa, anunció:


—Por un estrecho margen, El Batey será vendido.


Hubo un murmullo de sorpresa y desconsuelo, pero también de resignación. El destino del pueblo había sido sellado.


El Batey se transformaba en un lugar diferente, lleno de cosas nuevas y promesas de prosperidad. Pero a medida que el pueblo se adaptaba a su nuevo ritmo, algo en el ambiente parecía cambiar. Algunos días, el viento traía ecos del pasado, susurros de voces que recordaban cómo era antes. 


Para algunos, esos susurros eran un recordatorio de lo que habían logrado; para otros, una advertencia de lo que se había sacrificado. Al final del día, nadie sabía con certeza si El Batey había renacido o simplemente se había convertido en un reflejo vacío de lo que una vez fue.


En El Batey, las sombras del pasado se entrelazaban con las nuevas luces que iluminaban sus calles y comercios. Las casas, muchas ahora renovadas, se alzaban con un esplendor que parecía ajeno a la esencia que el pueblo alguna vez tuvo. 


Los habitantes, aquellos que llevaban en su piel la historia de generaciones, miraban a su alrededor y se preguntaban si lo que veían era un renacer o simplemente una ilusión, un eco distante de lo que había sido su verdadero hogar.  Cada rincón parecía brillar con una vida nueva, pero en lo profundo, la sensación persistía: algo esencial se había perdido en la transformación, dejando a El Batey como una proyección incierta, atrapada entre lo que fue y lo que ahora pretendía ser.


Sin saberlo, los habitantes de El Batey entregaron su pueblo a una empresa que prometía prosperidad, sin darse cuenta de que esa promesa podía ser tan efímera como un espejismo. En sus corazones, permanecía la duda: ¿realmente llegarían los beneficios que tanto necesitaban, o todo se reducía a una estrategia para explotar las riquezas que ellos, atrapados en la nostalgia del pasado, no supieron reconocer ni aprovechar?. 


Mientras las nuevas estructuras se levantaban, la incertidumbre crecía, y la línea entre un futuro mejor y una ilusión se volvía cada vez más borrosa. Porque al final, El Batey no era solo un lugar, sino las historias que vivían en él. Y esas historias, aunque ahora compartidas, seguían siendo suyas, parte del alma de un pueblo que se niega a desaparecer.


¿Será este el comienzo de una nueva era de prosperidad para El Batey, donde finalmente floreceremos como siempre soñamos, o simplemente hemos sido engañados, condenando a nuestro pueblo a perderse en un futuro vacío y sin alma?


                                FIN


AUTOR: QUITERIO -JOEL- HERASME MELO 


02 DE SEPTIEMBRE DEL 2024



ENTRE AGOSTO AL 02 DE SEPTIEMBRE DEL 2024.



Comentarios

  1. Excelente!! Hermano así es todos lo que nacimos y vivimos en el batey añoramos esos años dorados de nuestra época y que nuestra comunidad no quede solo en el olvido !!

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